domingo, 1 de enero de 2012

Luna, ven a mí

Una vieja foto desgastada y quemada era proyectada contra la pared. Y allí estaba ella, diez años atrás. Tenía las mismas ojeras y los mismos ojos inquietos que apenas dormían para beber del mundo. Y sus manitas sucias agarraban la arena del suelo, aferrándose a la tierra y la hierba.
Mirando aquella imagen fue consciente de que era igual que aquella chiquilla, quizás algo menos inocente, quizás algo más sabia. Pero seguía siendo como aquella chica famélica que parecía una niña de la calle, una niña del bosque, corriendo entre las raíces.
Y se miraba ahora al espejo, con las mismas ojeras y sus manos imperfectas y descuidadas. Con ojos insatisfechos a pesar de que, si lo pensaba, lo tenía todo. Y allí lo veía claro: tenía dos vidas, la que le ofrecía su reflejo, la que desde que era pequeña le vendieron como perfecta, la que llevaba años labrando y de la que comenzaba a ver los primeros frutos de su sudor y esfuerzo; y la otra vida, la que se escapaba por la ventana. La que se ocultaba bajo el marrón de sus iris y que se encendía alazán con el fuego del sol. La que le seducía con abandonarlo todo, porque lo que tiene ahora no es lo que desea, lo que necesita. La que le suplicaba que se arrancase las botas de los pies y salir corriendo descalza por la tierra hasta llegar allí donde nadie la conociera. Allí donde pudiera quitarse sus ropas compradas con dinero y vestirse con lo que encuentre. Allí donde sea una más, un granito más de la arena que pisa. Allí donde encuentre la felicidad en los rostros ajenos. Allí donde encuentre paz, unidad y a su muerte, sienta que hizo lo correcto, que su tiempo en la Tierra no fue gastado únicamente para su propio bienestar.

A veces se sentía tan egoísta que sólo cabía la aversión en ella. 
Aversión e injusticia infinita por no agarrar la ventana y saltar por ella.

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