sábado, 14 de enero de 2012

Ocaso

Una tímida melodía nació en el crepúsculo. Él la escuchó nacer y decidió verla crecer.
Recorrió el pasillo de aquella mansión vacía y subió las largas y onduladas escaleras hasta el segundo piso. En la habitación más grande, también vacía, estaba el piano. El único mueble que quedaba en la vieja mansión. Y ella, inclinada sobre el mismo, lo acariciaba con suavidad. Los rayos del sol se colaban por los cristales vistiendo la sala de cobre, la madera con fuego y los cabellos de ella de oro viejo.
Vestía un traje blanco de época, de larga y abultada falda, cintura ceñida y amplias mangas que caían desde sus hombros en una cascada de encaje. Su piel pálida se encendía con la luz y el piano reflejaba su figura. Miraba sin ver las negras y blancas teclas, con la cabeza inclinada hacia ellas. Parecía estar susurrándole en una conversación que sólo ellos dos podían comprender. Sin embargo, el aire inundado por la suave música sabía a melancolía y olía a un amor tan puro que, cuando él lo inhaló, se sintió cohibido.
Creyendo que había invadido la más privada de las intimidades, se alejó de aquella habitación, dejando a la joven despedirse de su piano para siempre.

2 comentarios:

  1. Ninguna despedida es para siempre, jo! Hacían una perfecta pareja, el piano y ella :)
    El oro viejo me recuerda a alguien, a una chica con muchas partidas de risk en la mirada y alegría en las manos, manos de mujer y de guitarra, de generosidad y de piano.

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