martes, 31 de enero de 2012

Pies de viajero

Recuerdo... un amanecer en la cima de un acantilado. Las olas chocando contra sus afiladas paredes. Y frente a mí, en la lejanía, la desembocadura de un río cortando en dos una hermosa playa desierta rodeada de bosque salvaje. Recuerdo la suave temperatura y la húmeda brisa de la mañana con olor a sal. Y yo, con el agua del aire calada hasta los huesos, me senté en un tronco torcido contemplando aquel furtivo y exótico paisaje y descansando los pies de viajero.


Ruta Quetzal BBVA. 2008. Panamá-España.

domingo, 29 de enero de 2012

Sal y heridas

Cuidado.
Que el filo de tu aliento no me apuñale. Que el amor no es mejor ni mayor con heridas. 
Que entonces otros labios estarás besando aunque me beses. Y si me miras, encontrarás una mirada vacía. Y mi mano entre tus manos estará perdida. Y yo estaré en una playa donde llueve, el viento grita y yo me hundo para diluirme en agua marina.

sábado, 28 de enero de 2012

Contrataque

Él se quedó helado. Sus ojos... ya no desprendían calor. Toda dulzura había escapado de ellos. Todo en un escaso instante en el que ella se transformó con leves pero aterradores cambios. Su postura, antes relajada, era ahora felina. Sus hombros tensos y su cuerpo agazapado, listo para saltar. Para atacar. Bajo la fina tela que la tapaba, sus músculos se tensaron y su piel se erizó. Las negras pupilas se dilataron y afilaron, clavándose en las suyas como silenciosas dagas.
Y lo olió. Olió su propio asombro y su inquietud. Pero también olió la furia y la fuerza que emanaba de ella. Toda ella, como una bestia salvaje. El aspecto de la muerte antes de arrancarte la vida.
Paralizado, el tiempo voló y escapó como un suspiro. Y los escasos instantes en los que ella lo taladró con su amenazadora mirada acabaron tan rápidamente como empezaron. Con un último gesto donde todas las señales de peligro se acentuaron, ella se fue, dejándolo solo.
Pero dejó allí aquel olor a sangre, arrobo y amenaza. Su huella parecía hablarle en aquel frío y cortante silencio: Ni lo intentes. No pienses siquiera en hacerme daño o no dudaré en defenderme. La imagen de chica llena de bondad que él conocía le parecía imposible, imposible que viviera en el mismo cuerpo de aquella letal criatura.

lunes, 23 de enero de 2012

Secretos y rutinas

La primera vez que la vio a través de la ventana fue casualidad. Nunca se había fijado en sus vecinos, nada le llamaba especialmente la atención y agotaba las horas hasta que morían. Pero una noche de final de verano, mientras paseaba dando patadas a las piedrecitas de la acera, alzó la mirada hacia la última casa de la calle y la vio. Se estaba recogiendo el pelo en una coleta alta que hacía que su cabello cayera como una cascada sobre su espalda. Llevaba una camiseta gastada y grande, era todo lo que podía ver a través de la ventana. Se quedó allí, observando cómo ella paseaba por el cuarto iluminado recogiendo cosas y devolviéndolas a su lugar hasta que apagó la luz. Él permaneció allí durante unos minutos, y su paciencia fue recompensada. La chica volvió, sin encender la luz, y se sentó al borde de su ventana, con una taza entre las manos y un cuaderno sobre las rodillas. La observó escribir y beber mientras la nubecilla de humo que salía de la taza bailaba a su alrededor. No supo cuanto tiempo permaneció allí, de pie, hasta que la chica terminó la bebida, cerró el cuaderno y desapareció en las profundidades de su cuarto. Esa fue la primera vez que la vio. Volvió cada tarde para ver cómo el ocaso se consumía a través de aquella ventana, soñando que un día ella le vería y bajaría. Soñando que podría decirle cuánto le fascinaba.

Meses más tarde, como cada noche, acudió a la esquina de la calle y la vio aparecer de nuevo. Volvía a recogerse el pelo en una coleta y volvía a vestir ropas viejas y holgadas. Sin embargo, aquella noche no cogió su cuaderno ni la taza caliente. Aquella noche, la chica apoyó la palma de su mano en el cristal de la ventana y miró a lo lejos. Su mirada parecía cansada y observaba a la luna, apenada. Aquella noche, él sintió que observaba a otra luna tan inalcanzable como la que brillaba entre estrellas.

sábado, 14 de enero de 2012

Ocaso

Una tímida melodía nació en el crepúsculo. Él la escuchó nacer y decidió verla crecer.
Recorrió el pasillo de aquella mansión vacía y subió las largas y onduladas escaleras hasta el segundo piso. En la habitación más grande, también vacía, estaba el piano. El único mueble que quedaba en la vieja mansión. Y ella, inclinada sobre el mismo, lo acariciaba con suavidad. Los rayos del sol se colaban por los cristales vistiendo la sala de cobre, la madera con fuego y los cabellos de ella de oro viejo.
Vestía un traje blanco de época, de larga y abultada falda, cintura ceñida y amplias mangas que caían desde sus hombros en una cascada de encaje. Su piel pálida se encendía con la luz y el piano reflejaba su figura. Miraba sin ver las negras y blancas teclas, con la cabeza inclinada hacia ellas. Parecía estar susurrándole en una conversación que sólo ellos dos podían comprender. Sin embargo, el aire inundado por la suave música sabía a melancolía y olía a un amor tan puro que, cuando él lo inhaló, se sintió cohibido.
Creyendo que había invadido la más privada de las intimidades, se alejó de aquella habitación, dejando a la joven despedirse de su piano para siempre.

sábado, 7 de enero de 2012

Plata

Y andando sobre los agujeros de la noche, pisando la oscuridad con cuidado para no caerme en uno de ellos, te uniste a mi camino. Y sin apenas ser consciente de ello, los días pasaron. Las horas se tornaron en semanas y sin darnos cuenta habían pasado meses. Y en el camino nos hicimos mayores. Yo dejé de lamentarme por lo pasado, tú me descubriste un futuro.
Y crecí y crecí y crecí hasta que me di cuenta de cuánto había crecido. Crecí yo sola y crecí contigo. Crecí tanto que ya no me caía en los agujeros de la noche al pisarlos. Tanto que, allí, bajo esa luna de plata, me vi al lado de un hombre que un día fue el niño con el que compartí miedos e ilusiones. Y me devolviste la fe en mi misma, me tapaste las heridas y ya no echaron sangre.

domingo, 1 de enero de 2012

Luna, ven a mí

Una vieja foto desgastada y quemada era proyectada contra la pared. Y allí estaba ella, diez años atrás. Tenía las mismas ojeras y los mismos ojos inquietos que apenas dormían para beber del mundo. Y sus manitas sucias agarraban la arena del suelo, aferrándose a la tierra y la hierba.
Mirando aquella imagen fue consciente de que era igual que aquella chiquilla, quizás algo menos inocente, quizás algo más sabia. Pero seguía siendo como aquella chica famélica que parecía una niña de la calle, una niña del bosque, corriendo entre las raíces.
Y se miraba ahora al espejo, con las mismas ojeras y sus manos imperfectas y descuidadas. Con ojos insatisfechos a pesar de que, si lo pensaba, lo tenía todo. Y allí lo veía claro: tenía dos vidas, la que le ofrecía su reflejo, la que desde que era pequeña le vendieron como perfecta, la que llevaba años labrando y de la que comenzaba a ver los primeros frutos de su sudor y esfuerzo; y la otra vida, la que se escapaba por la ventana. La que se ocultaba bajo el marrón de sus iris y que se encendía alazán con el fuego del sol. La que le seducía con abandonarlo todo, porque lo que tiene ahora no es lo que desea, lo que necesita. La que le suplicaba que se arrancase las botas de los pies y salir corriendo descalza por la tierra hasta llegar allí donde nadie la conociera. Allí donde pudiera quitarse sus ropas compradas con dinero y vestirse con lo que encuentre. Allí donde sea una más, un granito más de la arena que pisa. Allí donde encuentre la felicidad en los rostros ajenos. Allí donde encuentre paz, unidad y a su muerte, sienta que hizo lo correcto, que su tiempo en la Tierra no fue gastado únicamente para su propio bienestar.

A veces se sentía tan egoísta que sólo cabía la aversión en ella. 
Aversión e injusticia infinita por no agarrar la ventana y saltar por ella.